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Durante la época dorada de la caza de ballenas, en la bahía de Twofold, en el sureste de Australia, había una estación ballenera. Pero los pescadores no tenían que ir muy lejos a por los cetáceos, una manada de orcas les hacía el trabajo: mientras parte de ella acorralaba a algún ejemplar de jorobada, franca o incluso ballena azul, empujándola hacia la costa, otras se acercaban a tierra saltando y chapoteando con el agua para llamar la atención de los balleneros, que solo tenían que subir a sus botes a arponear al animal. Una vez cazada, la dejaban en el agua un día, dando tiempo a sus aliados a comerse lo que le interesaba de la presa, la lengua. A la mañana siguiente, la recuperaban para hervirla y convertirla en aceite. En 1930, cuando hacía tiempo que el petróleo había sustituido al óleo y el puesto ballenero abandonado, murió la última orca de Twofold y con ella una de las raras relaciones entre humanos y animales en la que unos no quieren matar a los otros.

Esta historia de colaboración y beneficio mutuo la cuenta la profesora de la Universidad de Flinders (Australia) Danielle Clode en el libro Killers In Eden (no traducido al español). Y no es el único caso en el que humanos y animales colaboran. Aunque la inmensa mayoría de interacciones entre ambos ha sido tradicionalmente conflictiva, cuando no de explotación y exterminio de los segundos por los primeros, hay unas contadas excepciones de mutualismo. Delfines que ayudan a los pescadores en Brasil, pájaros que llevan hasta una colmena repleta de miel en Tanzania o cuervos que localizan a larvas de un escarabajo muy apreciadas por los canacos de Nueva Caledonia. En el pasado hubo algunas más, como el raro caso de colaboración entre lobos y los primeros americanos para cazar bisontes y hasta mamuts. A las orcas de Twofold habría que añadir el de otra manada en la península de Kamchatka (extremo este de Rusia). El fin de la industria ballenera acabó con esta colaboración. Ese mismo desinterés está poniendo en peligro los escasísimos casos en los que humanos y animales se ayudan unos a otros.

Desde que los lugareños recuerdan, en Laguna, sureste de Brasil, los pescadores esperan a los delfines. En casi todos los mares, ambos no se llevan bien. Los primeros culpan a los segundos de esquilmar sus capturas y romper sus redes. Los delfínidos podrían argumentar que les estamos dejando su alimento. En esta bahía brasileña, los delfines mulares esperan al paso periódico de bancos de lisas o lebranchos. Cuando lo hacen, se organizan para empujarlos hacia la costa, mientras que, en una estrategia similar a la seguida por las orcas de Twofold, algunos se acercan a la playa para llamar la atención de los humanos con chapoteos y unos sonidos específicos que solo emiten en estas ocasiones. Es entonces cuando los pescadores echan sus redes. Pero ¿qué ganan los animales ayudándoles?

Mauricio Cantor investiga la conducta animal en el Instituto de Mamíferos Marinos de la Universidad Estatal de Oregón (Estados Unidos). Lleva años estudiando a los delfines de Laguna y explica qué sacan ellos: “Se benefician de un acceso más fácil a los bancos de peces. Los cardúmenes son una gran defensa contra los depredadores y sus rápidos movimientos coordinados hacen que sea difícil para un delfín capturar un pez”. Pero al acorralarlos y conducirlos hacia los pescadores, “los delfines les facilitan el acceso y, al lanzar sus redes, terminan perturbando esa defensa”, detalla. Las mallas desmiembran el banco, lo que facilita que los delfines capturen su parte. La ganancia de los pescadores no es poca cosa. Un trabajo del que Cantor es el primer autor y publicado en 2023, estimó que las probabilidades de que los pescadores pescaran algo se multiplicaba por 17 los días en que les llamaban los delfines. Y, cuando tenían ese éxito, las capturas llegan a cuadruplicarse.

Sin embargo, cada año que pasa, los delfines acuden menos a avisar a sus viejos aliados. Por razones que están por despejar, la frecuencia de la colaboración está descendiendo. “Nuestros datos y modelos predictivos sugieren que, con la disminución de la disponibilidad de peces y la disminución del número de delfines y pescadores expertos, la pesca cooperativa podría desaparecer”, dice Cantor. Así que la clave parece estar en que cada vez hay menos pescado. Entre las causas de esa disminución, el investigador destaca la sobreexplotación de las pesquerías industriales “que pueden capturar la mayoría de los bancos de peces migratorios antes de que lleguen a los estuarios y bahías donde los pescadores artesanales con redes interactúan con los delfines”.

La pesca a gran escala parece que tuvo mucho que ver con el fin de esta colaboración entre delfines y humanos en Mauritania. Bruno Díaz, biólogo jefe y director del Instituto de Investigación del Delfín Mular BDRI, recuerda que hasta mediados de los ochenta del siglo pasado “los pescadores se iban a la orilla, llamaban a los delfines, haciendo ruidos, se acercaban, ellos tiraban la red y todos salían ganando”. Díaz destaca que la desaparición de esta colaboración es multicausal, a la competencia de la pesca industrial añade contaminación, tráfico náutico y “sobre todo el abandono de las artes tradicionales de pesca; antes las redes eran de algodón, el delfín podía quedar enmallado, pero podía romper la red y salía”. Ahora, como atestigua su gran presencia entre el plástico marino, son casi indestructibles. “Los delfines tienen una plasticidad comportamental enorme, igual que primates superiores y humanos, es decir, son animales que ante un cambio en el ambiente o en las condiciones tienen que cambiar, es la única opción para sobrevivir”.

Pájaros de la miel
Los casos de mutualismo entre humanos y una especie terrestre se pueden contar con los dedos de la mano y sobrarían varios. El más estudiado es el del indicador grande, un pájaro emparentado con los carpinteros propio de la sabana del África subsahariana. Entre los grupos de tradicionales de cazadores-recolectores que perviven, como los hadza en Tanzania o los yao de Mozambique, confían en los indicadores para endulzar su vida. Con una serie de llamadas y silbidos, las llaman. Si hay suerte de que haya una cerca, esperan a que el pájaro de la primera pista, que es posarse en árbol y revolotear emitiendo sonidos muy específicos. Cuando el humano se acerca, vuelta hasta el siguiente árbol y si ve que no lo sigue, vuelve a buscarlo. De árbol en árbol, lo va llevando hasta el que le interesa: el que aloja una colmena de abejas de la miel, que dejan para los humanos. En correspondencia, estos le han facilitado el acceso a lo que le interesa, la cera y también las larvas.

Jessica van der Waal es investigadora del Instituto FitzPatrick de Ornitología Africana en la Universidad de Ciudad del Cabo (Sudáfrica). Lleva años estudiando a los indicadores. En un artículo publicado en 2022 ya alertaban de que esta interacción tan especial estaba mucho más extendida en el pasado. Actualmente, se tienen documentadas interacciones entre cuatro comunidades distintas en Kenia, Tanzania y Mozambique y los pájaros de la miel. En la actualidad, dice Van der Waal en un correo, “se están realizando investigaciones en muchos más lugares y descubriendo que esto ocurre en muchas áreas”.

Las amenazas aquí, como con los delfines y los pescadores, vuelven a ser varias. La más inmediata es que ahora hay más alternativas como edulcorante de las que había en el pasado. Además, la modernización está provocando efectos inesperados. Además de arrinconar a los grupos humanos tradicionales y destruir el hábitat de los pájaros, se producen fenómenos dramáticos como el documentado en un trabajo sobre el terreno en una región de Camerún en la que ha desaparecido esta relación de simbiosis: el desarrollo de la apicultura como negocio ha provocado que, en muchas ocasiones, los pájaros lleven a los buscadores de miel a sus propias colmenas o peor, a las de otros apicultores.

Danielle Clode, la autora del libro sobre las orcas de Twofold, sostiene que la modernización reduce el interés humano en colaborar: “Creo que la mayoría de los ejemplos de colaboración entre humanos y animales provienen de comunidades que ya tienen una fuerte conexión cultural con los animales”. Y pone de ejemplo el dato de que la mayoría de la tripulación de la bahía australiana eran aborígenes que tenían una fuerte conexión espiritual con las orcas: “Creían que cuando murieran volverían como orcas, por lo que las orcas eran literalmente su familia y no permitían que los balleneros europeos les hicieran daño”.

Con información de El País

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