Solo 16 incendios producidos en la última década fueron responsables del 82% del área total quemada en Chile en medio siglo. En el verano austral de 2019 a 2020 se quemaron en Australia 23 millones de hectáreas, superficie equivalente a la mitad de España. Los 6.669 fuegos desatados en Canadá en 2023, cuyas cenizas llegaron hasta Galicia, hicieron de ese año el peor de su historia.
Siberia lleva cinco veranos sufriendo incendios a gran escala. Y los 10.518 fuegos producidos en territorio español en 2022 se llevaron por delante 115.195 hectáreas arboladas. Para algunos, estas señales indican que el planeta está entrando en una nueva era del fuego, el Piroceno. Para otros, la relación entre humanos e incendios no ha cambiado tanto.
El fuego es un elemento más de los ecosistemas, como lo son las especies y las relaciones entre ellas que lo conforman. Su dominio fue, para muchos, la base de la expansión humana. Durante milenios, los humanos lo han usado para gestionar su entorno, abriendo claros para cultivar o revitalizar el suelo tras la cosecha.
Pero en las últimas décadas han entrado en circulación palabras y conceptos que señalan a que algo está cambiando: megaincendios, piroceno, incendios de sexta generación… Aunque para los científicos, son términos algo confusos y sujetos a discusión, casi todo indica que algo está cambiando.
En un especial publicado por las revistas científicas One Earth y Cell Reports Sustainability, decenas de ecólogos del fuego y expertos en incendios plantean algunos de los elementos que están protagonizando esta nueva era del fuego, como el aumento del combustible disponible o el de su inflamabilidad, que explicarían la escala que alcanzan muchos incendios hoy y que antes eran excepcionales.
“Globalmente, el incremento en la inflamabilidad se explica por varios factores interrelacionados”, dice la profesora y directora del Centro de Excelencia de Investigación de Incendios Forestales de la Universidad Nacional Australiana, la española Marta Yebra.
“En primer lugar, las condiciones climáticas están experimentando cambios significativos, caracterizados por reducciones en la precipitación y períodos prolongados de sequía en diversas partes del mundo, desde Canadá hasta Australia”, añade.
Esto estaría provocando una disminución de la capacidad del bosque de ejercer de su propio bombero, al reducir su humedad ambiental. Para Yebra, tales cambios estarían convirtiendo “áreas que tradicionalmente son húmedas, como valles y bosques tropicales, en entornos donde pequeños incendios pueden rápidamente escalar a megaincendios a gran escala antes de que se pueda intervenir”.
Este es un efecto directo del cambio climático al multiplicar las condiciones meteorológicas propicias para los incendios, como altas temperaturas, baja humedad relativa y sequías extensas. “Estas condiciones, a su vez, incrementan la sequedad del material vegetal, aumentando así la cantidad de días en los cuales la vegetación está disponible para quemarse a lo largo del año”, completa la científica.
La temporada de incendios no ha dejado de alargarse desde inicios de siglo. En términos globales, ha aumentado hasta en un tercio. En algunas regiones ha crecido en torno a un 50%, como en la mediterránea, California o el sudeste de Australia, zonas que tradicionalmente han pertenecido al reino del fuego.
Pero en otras menos habituadas, como Canadá, el periodo de riesgo ha crecido hasta en un 70% y en la selva amazónica directamente se ha doblado. En esta última se está produciendo una pinza sobre los bosques. Por un lado, está la tradicional deforestación (tanto legal como ilegal) de grandes extensiones para convertirlas en zonas de pasto para el ganado o para el cultivo de productos para la exportación.
Por el otro, el cambio climático está, como se ha visto, aumentando la inflamabilidad. “En condiciones normales, los bosques tropicales como la Amazonia son muy húmedos, de estación seca corta y muy resistentes al fuego”, decía a este periódico el investigador del Instituto de Estudios Avanzados de la Universidad de São Paulo (Brasil) Carlos Nobre. Sin embargo, la combinación de clima y deforestación está siendo letal. La selva, cada vez más clareada, cada vez más fragmentada, está perdiendo humedad hasta exponerla al fuego.
El proceso es algo diferente en los bosques boreales. Aquí los incendios eran parte del paisaje, Provocados casi siempre por la caída de un rayo, era el propio ecosistema, rico en humedad, el que lo regulaba. Pero las condiciones de partida han cambiado.
Alaska, Canadá, el norte de los países nórdicos y la parte arbolada de Siberia llevan años de sequías en un trasfondo global de aumento de las temperaturas. La sequedad y la enorme disponibilidad de combustible anunciaban el desastre.
Desde inicios de esta década, más de 10 millones de hectáreas de taiga siberiana han ardido. Mucho más de esa cifra fue lo que se quemó en el verano de 2023 en tierras canadienses, con casi 20 millones de hectáreas. El verano de 2018, con temperaturas hasta 10 grados por encima de la media, fue el peor en número de incendios y hectáreas quemadas en Suecia desde que tienen registros.
Los bosques boreales son el terreno propicio para los megaincendios. Con enormes extensiones arboladas, alejadas de núcleos de población y, por tanto, de infraestructuras contra incendios, la sequedad y el aumento de las tormentas secas, es decir, de los rayos, que está propiciando el cambio climático completa el marco. Solo hace falta una cerilla, en forma de rayo, para el desastre.
Y una vez iniciados no hay nada ni nadie que los pueda detener, solo la propia naturaleza en forma de lluvia. “Los incendios de Canadá o Australia están asociados a unos niveles de sequía atmosférica sin precedentes”, cuenta el profesor de la Universidad de Lleida, Victor Resco.
Esta sequía se superpone a la meteorológica (falta de lluvias) y la de los propios árboles (que pierden agua por medio de la evapotranspiración). Una investigación publicada a finales de 2023 mostró que el aire de Europa es el más seco de los últimos 400 años.
Resco destaca otro elemento que ha cambiado, la intensidad de estos incendios gigantescos. Y usa una comparación para saber de qué se trata: “Un calefactor del baño, de esos que se ponen rojos, libera 2 kilovatios (kW) de energía en forma de calor.
Pues imagina 5.000 calefactores de estos colocados en un metro lineal. Eso son 10.000 kW. Ya puede venir la UME o la OTAN, que no lo apagarán”. Y añade, “pues los incendios de sexta generación pueden liberar 100.000 y hasta 150.000 kW”. El que asoló la zona de Pedrógão Grande, en Portugal, en 2017 y que acabó con la vida de 66 personas “estuvo en ese rango, liberando una energía equivalente a 27 bombas atómicas”.
El envite es tal que entre los ecólogos del fuego y los gestores de los sistemas antiincendios se ha desatado una discusión casi teleológica. Hasta ahora había dos grandes estrategias. Una, la propia de europeos y estadounidenses, que tiene por objetivo acumular toda la infantería y tecnología posibles para sofocar cada conato que se desate.
La otra, que descansa en el conocimiento tradicional y se viene aplicando en Australia, apuesta más por las quemas controladas.
“Las prácticas tradicionales de manejo del fuego, como las llevadas a cabo por comunidades indígenas, suelen implicar quemas controladas de baja intensidad y en áreas específicas, es decir, de forma parcheada creando un mosaico de zonas quemadas y no quemadas”, explica Yebra, de la Universidad Nacional Australiana. Esto ayuda a reducir la acumulación de materia orgánica inflamable. “En contraste, la gestión moderna del fuego ha tendido a suprimir estos fuegos controlados en favor de métodos más intensivos de extinción y prevención”, añade.
Para Yoshi Maezumi, especializada en paleoecología del fuego en el Instituto Max Planck de Geoantropología (Alemania), las prácticas tradicionales de manejo de incendios, a menudo pasadas por alto en los enfoques occidentales que priorizan la extinción de incendios, ofrecen claras ventajas arraigadas en la adaptación ecológica, la sostenibilidad y la participación de la comunidad”.
En contraste con el enfoque de extinción, que puede conducir a una mayor acumulación de combustible e incendios más intensos, el conocimiento tradicional distingue entre fuego bueno y fuego malo. “Al realizar quemas controladas, las comunidades imitan los regímenes de incendios naturales, fomentando la salud de los ecosistemas y minimizando los riesgos para los asentamientos humanos y la infraestructura”, detalla Maezumi. Pero, reconoce, “integrar el conocimiento tradicional en el complejo paisaje actual, moldeado por las acciones humanas y exacerbado por el cambio climático, presenta tanto desafíos como oportunidades”.
El mayor problema del enfoque occidental es que la supresión continua de incendios ha llevado a una acumulación significativa de combustible en muchos paisajes. De hecho, hay expertos que culpan al éxito de este enfoque en el pasado de los fuegos del presente. “Es la paradoja de la extinción, a medida que sofocas los incendios, aumenta el riesgo de que se produzca un megaincendio”, recuerda Resco, de la Universidad de Lleida. Hay muchos expertos que señalan a esto como pareja de baile del cambio climático para explicar los fuegos que sufre California cada año.
Al ambientólogo Emilio Chuvieco no le convence la idea del piroceno. “Sucede como con la idea del Antropoceno de los geólogos. Que se encuentre en el estrato una marca distintiva de la actividad humana en todo el planeta es discutible”, dice.
De hecho, la entrada oficial en la supuesta nueva era ha quedado en suspenso. “Es cierto que hay grandes incendios, pero no hay datos para afirmar que la relación entre hombre y fuego haya cambiado”, añade. “No está habiendo un aumento de los incendios a escala global”, recuerda.
De hecho, el área quemada total ha descendido, en especial porque los fuegos en las sabanas africana y americana, antes muy habituales, se han reducido por la conversión de millones de hectáreas en zonas de cultivo. “Lo que no se sabe es si está habiendo un incremento de los eventos extremos”, completa.
Chuvieco, director de la cátedra de ética ambiental de la Universidad de Alcalá de Henares, es el responsable científico de FirEUrisk, un proyecto impulsado por la Comisión Europea 2022 para determinar y minimizar el riesgo de incendios extremos en Europa. Sobre la discusión entre extinción o combatir el fuego con fuego, considera que, al menos en Europa, con la densidad demográfica y de infraestructuras, los programas de extinción son obligados. Y recuerda que, al menos en Australia, “ni las quemas prescritas están parando al fuego”.
Con información de Infobae